Ha desaparecido el sol tras las cimas, y la sombra de la montaña envuelve con un velo de crespón la perla de las ciudades que duermen a sus pies, entre los bosques de canela y sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores. El día muere y la noche que nace, luchan un momento, mientras la azulada niebla del crepúsculo, tiende sus alas diáfanas sobre los valles robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu. Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los meláncolicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetido por las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un himno a la divinidad levanta la creación, al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al mundo, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce, vago y perdido como las últimas notas de la improvisación de una bayadera. La noche vence; el cielo se corona de estrellas, y las torres, para rivalizar con el, se ciñen una diadema de antorchas. ¿ Pero que es aquello que aparece al pie de sus muros como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?
Es él. Ningún otro sabe prestar a sus ojos, ya el meláncolico fulgor del lucero del alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus oscuras facciones el resplandor de una noche serena, ya el aspecto de una tempestad en las aéreas cumbres de una montaña, o el fulgor de una lluvia de meteoritos sobre una ciudad callada y tranquila.
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